jueves, 28 de junio de 2012

Los subtítulos no están bien sincronizados.


Copiosidad. Tedio. Mejor tedio. Esta última temporada he sido la fiel imagen de una pieza más del engranaje. Fiel costumbrista a un horario roto desde el punto de aplicación. La verdad, se veía venir. Esa verdad la oía en casettes cuando de pequeño íbamos de camino a un pueblo costero, en un que ya recién comprado era un Ford Escort viejo. Ya de pequeño no había razón para no ser pesimista. Sobre todo si te dicen lo contrario. Sopa fría, pero nunca de sobre. Al menos sabías que te lo habías ganado a pulso.  

 Cada día era una copia del anterior, sólo que el puteo era cada vez diferente. Al menos el fantasma de la normalidad no me había atenazado del todo. Paseaba de una punta a otra de la ciudad, a clase, a trabajo, lo que fuere. En esos trayectos convives con el mundo, te haces parte de él. Observas las tiendas abrir, a las viejas quejarse, a los jóvenes gritar, gente de traje que sale a fumar un pitillo mientras mira con desden al pobre que falsea una cojera. Ya no cuela, bien podrías cortarte la pierna delante de un colegio. Al menos así tendrías un mínimo momento de gloria en algún programa de videos. Puede que te conviertas en un hito gris, puede que esa sea una mejor excusa.

 Las parejas se dedican miradas en las cafeterías, y miran al suelo cuando el otro va al baño. Los jóvenes se quejan, las viejas gritan. El mejor sentido de todo es que nada de esto tiene sentido. La gente lo ha convertido en su mantra. Y dedican el día a día para regodearse en su fracaso. Fracaso que viene, como siempre, de antes. Las mismas casettes daban una idea de que seriamos los más listos viviendo debajo del puente. O al menos los que viven a la intemperie con las mejores galas.

 Todas esas caras asumen esto como cierto, como éxito, como meta. Podría hablar de infinidad de temas, pero sin duda lo que define mi personalidad es mi trabajo. O mi carrera. O mi puta madre. Y esa tendencia desde hace tiempo estaba ganando la partida. Todos los días es levantarse y cruzarte con otros perdedores que te miran por encima del hombro, al igual que lo haces tú con ellos. Aquí nadie vence, la partida está cerrada desde que naciste.

 Levantarse y ver la misma historia una y otra vez. Días oscuros en verano. Este es tu desierto, acostúmbrate. Coger un bus y dirigirte al mismo sitio a oír lo mismo que has oído alguna otra vez. Los cigarrillos ahora se apagan para que no se consuman. Hasta eso han conseguido prolongar. Bajas, e intentas comer lo primero que encuentras. Unas latas y alguna verdura te saludan desde el otro lado de la nevera. Las tardes no son mejores. El gran ojo catódico ha sido sustituido por una tecnología mejor. Ahora la programación de mierda la generas tú, tú decides cuanta quieres tragar y de que forma. Y todos nos nutrimos de esta coprofagia. No hay hora límite, no hay horario de cierre. Otra pantalla me mantiene alelado en virtud del progreso. Y lo que es mejor de todo, es elección propia.

  Crees que cualquier salida nocturna es una liberación, pero no. El horario está planteado con sus marcas de servidumbre y sus parcelas de locura controlada de fin de semana. Asumido esto como normal, como repetición. Ahora la gente limpia cuidadosamente sus botellas  y te mira extrañado cuando te sales de la norma. Cuando te sales de la norma sin que sea de la manera premeditada. Levantaos, gritad, pero que sean las consignas de siempre. Vivir una falsa sensación de libertad basada en un discurso ya asumido.

 Antes la maleza me permitía ver el bosque. Es más, es lo único que me permitía verlo como tal. Desde que se fue solo veo un entorno aséptico de orgullosos árboles que comparan sus hojas esperando a ser talados. Y que sus nietos tengan una hermosa mesa Bjursta de Ikea, a  199 € la unidad. Y así entregas tu salud a encontrar tu puesto al mejor vendedor de alfombras del mes. Y ahora he llegado a mi máxima de peso y uno de los pocos pantalones que me sirve está roto. Un parche cubre uno de sus mayores agujeros.

 Las pocas veces que algo me saca de la dinámica son noticias de gente que hace que no veo, contándome cosas que ojala hubieran sido, pero no. Y toda esperanza albergada en esas pequeñas imágenes se diluye en lo imposible. Si, a mi también me gustaría haber dicho esa frase, pero el momento no vuelve.. Todo por promesas de bondad que se desmoronaron la vez que salí a la calle por primera vez. Pero la esperanza es buena nadadora,  y no le importa que en el whisky haya arenas. Cualquier oportunidad le sirve para aferrarse, aunque la sonrisa enmascare un No descarado. La oda a la negación, lo de siempre en un bonito envoltorio blanco. Creo que te va bien colocando las piezas en el puzzle, aunque tengas que babear las piezas para que encajen.

 La noche dice que no, y cuando debería descansar para el día de ayer me dedico a ver como otras personas se quejan impunemente sin hacer ningún tipo de cambio asumible como tal. A no ser que hayan encontrado al coño madre. Se hace tarde, y me meto en cama. Estoy cansado, pero pasado dice que es buen momento para pedradas o bailes a la luz de la luna. Aunque sólo sea en duermevela. Cuando consigo conciliar el sueño, todo conspira para que no cierre ojo. Desde cama, si cierras los ojos, puedes hacerte la imagen de un paraíso perdido: Una gaviota se pasea de tejado en tejado, otros pájaros se comunican en su idioma particular, el sol hace su amenaza desde las rendijas d ela contraventana, un camión de basura vacía los contenedores.

 Tom Grass. Últimos paseos en la ciudad del viento -Visiones y recortes de delirio y carne-Ed. White Sparrow 2012

miércoles, 8 de febrero de 2012

Un refugio en la arena (Parte II)

"Dos días después toca hacer la maleta de nuevo. No Flag Mike estaba de cumpleaños, y me habían invitado a una fiesta sorpresa en casa de su novia. El primer y único bus a la Ciudad del Viento salía a las 9:15 de la mañana. La bruma cubría ya temprana los montes. Como la nieve, se posaba en los tejados. Amanecía, y sólo al sol sentía uno vida, a la sombra la helada de aferraba a los huesos, el fantasma de promesas pasadas. Antes de subir al bus, el vaho se mezclaba con el humo del tabaco. Luego el bus serpenteó entre bosques, donde esa muerte blanca aún se extendía.

El verdor costero no tardó en hacer aparición. Hice por dormir un rato, pero el traqueteo del bus no ayudaba mucho. Era una puta carraca. Llegamos ya a la estación, y la luz del sol se vuelve cegadora. Cargo con la maleta hasta la parada del urbano más cercano y unos diez minutos estoy en el piso de nuevo. La habitación estaba tal y como la había dejado, hecha una desgracia. El intersticio hacía que el agua de la lluvia formara un pequeño charco bajo la ventana. Otro sumidero más.

Las horas, aunque pesarosas, pasan volando, y el sol desaparece otra vez, dejado un halo anaranjado sobre los tejados de los edificios colindantes. Aún no sabía exactamente como llegar al piso de la fiesta, pero Dark Cat quedó conmigo y entre los dos lo figuraríamos. Antes tendríamos que comprar algo para la decoración. La temática de la fiesta radicaba en disfrazarse de algo que empezase con la letra P. Perfecto, dábamos el perfil de pordioseros, eso que nos ahorrábamos. Llegamos al piso a eso de las 20:30, y las chicas nos dan la bienvenida. Mi piso a su lado era un palacio. En las habitaciones, las camas se ahogaban sepultadas por montañas de ropa usada. La cadena del retrete había sido sustituida por un alambre. Para poder servirte agua en la cocina antes tenías que separar montañas de platos en los que se adivinaba aún lo que sirvieron en otro tiempo. Las ventanas daban al interior de lóbregos patios de manzana. Ya podían pagar poco.

Me entretengo jugando con un gato que tienen. El animal había sido rescatado por una asociación tras haber pasado la vida en la calle. Tenía los ojos podridos cuando lo encontraron, y se los tuvieron que sacar. Ahora vagaba ciego por la estancia. Se manejaba sin muchos problemas, pero la cantidad de gente que había lo hacía caminar nervioso. A la hora llega Mike, y hacemos la sorpresa de rigor, luces apagadas, velas, sonrisas, bebida, aperitivos rancios, el paquete clásico. Luego salir, y juguetear con cualquier tontería. Me alegraba por Mike, pero esa noche no iba a pasar a la historia, ni mucho menos. Le invito a él y a Cat a un par de chupitos, y al rato me marcho para casa.

El miércoles a la noche Laura me manda un mensaje y me dice que vuelve el jueves. Laura es una joven de 21 años, que venía emigrada de Suiza desde hace unos 7 años. La conocí hace un mes y medio, era amiga de la novia de Dark Cat, y me acosté con ella a las tres semanas. Tenía los ojos azules de un color intento, pero su melena roja poco tenía de verdad. Solía vestir de negro, con chaquetas de cuero, pantalones y medias rotos, cuando no faldas con volantes y corsé. Tenía unas tetas breves y muy buen cuerpo. Su mentalidad no era gran cosa, pero me divertía. Tenía que llevarle un gorro que se había olvidado en mi casa la última vez que había pasado por aquí. Ahora mismo estaba de vuelta de un concierto, y había vuelto con una amiga al hotel donde se hospedaba en el autobús del grupo que había ido a ver: el clásico grupo pseudo metalero con un hit de radio-fórmula que había encandilado a muchos jóvenes hacía años. Sobra decir que ese grupo me parecía vomitivo. Me dice que el batería quedó con ella y su amiga en la habitación, y yo ya me huelo el desenlace.

Jueves, voy a recoger a Laura a la estación. Me dice que llega tarde, pero le digo que no es problema, todo sea porque acabe en cama otra vez. La veo aparecer entre los buses, pero no le hago caso hasta que está a unos tres metros de mí. Le doy el gorro, que había aparecido entre la cama y la pared de mi habitación tras una hora de búsqueda. Por lo visto había sido una noche larga. Vamos a tomar algo en un bar cercano, ella se vuelve ir a su casa en una hora. Bueno, hoy no. Hacemos bromas ligeras mientras ella me cuenta el concierto. No le hago mucho caso. Cuando le pregunto que tal la noche, no me da muchos detalles. Mis especulaciones van por buen camino. Le pregunto si va a salir algún día de estos, y me dice que no, pero que espera verme en fin de año. Le digo que en fin de año no voy a estar y se apena un poco, cosa que se le pasa cuando la beso para despedirnos. Esa misma noche me pillo una buena borrachera, y cuando llego a casa le mando un mensaje para quedar al día, y a poder ser noche, siguiente.

Me despierto gracias a la luz que se cuela entre las rendijas de la ventana. Estoy machacado, el colchón en el que duermo es incómodo, y por mucho que duerma no descanso. Con un ligero dolor de cabeza enciendo el ordenador mientras repaso la noche anterior mentalmente. Nada reseñable. En la red social de turno, veo un mensaje y un comentario. Dark Cat me dice de quedar para ir a coger las entradas de un concierto al que iremos en Febrero en Ciudad Condal. El mensaje es de Laura, dice que vendrá por aquí, pero que queda con la novia de Dark Cat y que muy probablemente no salga. Me ducho y salgo a la calle con el tiempo justo.

Camino mientras me aparto el pelo mojado de la cara, hace algo de frío. La gente pasea, hace sus cosas, ríe, cree que vive. Un pobre nauseabundo bebe de un cartón de vino arropado por unas mantas en el escaparate de un comercio cerrado tras liquidación. Carraspea y se quita las manchas de la barba y su nariz bulbosa. Una niña pequeña con unas medias de fresa y chupete rosa juguetea con unas colillas del suelo mientras su madre habla por teléfono. Un semáforo se pone en verde. Cruzo y llego a la tienda. Allí me esperan Dark Cat el resto de la tropa. Compramos las entradas y vamos a mi casa a reservar los billetes de avión. Mientras el grupo va subiendo las escaleras despacio, me doy prisa para acicalar un poco la habitación. Al rato ya teníamos los billetes encargados. Había anochecido ligeramente. Salimos a la calle, y vamos a celebrar la hazaña con una cerveza, era la noche antes de la gran noche y no los volvería a ver hasta la semana que viene.

De camino al Lucky Rock nos encontramos con Laura etc. y decidimos ir todos juntos. Subimos a la parte superior del local, ellas se sientan en una mesa y nosotros en otra. Estamos en la misma mesa desde la cual escupí mi bebida a la parte inferior una noche tras una discusión. El colega con el que había discutido se sienta en el mismo sitio, y cuando nos damos cuenta ambos soltamos una carcajada. Esa broma bien me habría costado una paliza, pero el mismo camarero que subió con el puño cerrado, al verme, se cortó. Me habría machacado de ser otro, pero tener el mismo equipo de fútbol favorito en un local de casi radicales me había salvado. Sonrió, incluso. Mientras ellas cacarean, nosotros contamos anécdotas, y alguno se va despidiendo ya, guardando fuerzas para la última noche del año. Acabo la cerveza y voy a barra a por otra.

Al volver arriba, Laura ocupa la silla que está a mi lado. La novia de Dark Cat está hablando con él de vete tú a saber que te quieros. Me siento y Laura apoya su cabeza en mi hombro. El collar que lleva se me clava un poco, pero no es mayor molestia. Le paso la mano por la cara y sonríe. No acabo de estar del todo cómodo con la situación, así que salgo a fuera a fumar un cigarrillo. A la vuelta, me cruzo con Laura.

-¿Cómo no m dijiste que bajabas a fumar un cigarrillo? Habría bajado contigo.

-Lo siento, nena, ni me di cuenta.

Le paso la mano por la cintura, y la beso. Es un beso corto primero, seguido de otro más largo. Cuando intenta volver a besarme, me aparto un poco. Cuando la voy a besar, sonríe. Ella sale y me encuentro en la barra a Wallace, un chaval al que hacía ya tiempo que no veía. Era el menor de cuatro hermanas, y la perfecta definición de oveja negra. Hijo de familia pudiente, era el único que renegaba de ello, y ya a temprana edad había probado de casi todo. Tenía un don para la música, y justo comentaba con él sobre una guitarra que le iba a comprar. Le pregunto que tal le va, y me dice que bien, con su característico tono sarcástico, y luego suelta una sonrisilla traviesa. “A ver si se puede amañar algo de speed”. Ambos reímos, me cae bien. Me parece una buena oferta, y le digo que si eso después nos veríamos. No me gustaba mucho el speed, me daba un dolor de cabeza horrible, pero tampoco me disgustaba el plan, sobre todo si invitaba. Blanca y pobre navidad, sonaba bien.

Laura vuelve de fuera, y nos volvemos a besar. Me dice que le gusto, y recuerda lo increíble que le pareció el primer día que la besé. Ni siquiera recordaba que había sido yo. Por lo visto le caía mal en principio, pero no sé que demonios le dije que le hizo cambiar completamente de parecer. A saber, cualquier verdad bien mentida. Se le hace tarde, subimos y nos despedimos todos. Dark Cat y yo acompañamos a las chicas a coger el autobús, a una parada cercana. Mientras esperamos, hablo con Laura y una amiga suya a la que realmente no le caigo bien. Su amiga sonríe, punto, pero a mi no me engaña. El bus llega, y antes de subir me vuelve a besar. La cojo del culo y aprieto. Se sube al bus sin dejar de mirar para mí. Dark Cat me dice que se va a casa. Le deseo una feliz noche de falsedad.

Cuando vuelvo al Lucky, Wallace ya no está. En el tiempo que me lleva darme cuenta, otros habituales aparecen, y nos disponemos a dar un sonoro homenaje a la noche, aunque apenas nos juntemos cinco. Penúltima noche del año, puedes ir en paz."

Tom Grass. Últimos paseos en la ciudad del viento -Visiones y recortes de delirio y carne-Ed. White Sparrow 2012


jueves, 26 de enero de 2012

Un refugio en la arena (Parte I)


Mi abuelo se muere. Lleva unos dos meses ingresado por una insuficiencia renal y la estancia en el hospital hace que sus bronquios empeoren. No he podido ir a visitarlo ya que me había prometido centrarme este trimestre más en las clases, aunque cada llamada de teléfono era para algo malo ¿Qué tal? Yo bien. Bueno, por aquí más o menos, pero tu abuelo etc etc etc. Antes de la cena mi padre me dice que le han diagnosticado un cáncer. Mañana iré a verlo, pero hoy es Nochebuena, son cerca de las 2:30 de la madrugada y me dirijo al pueblo donde crecí. A casa.

Llegamos a eso del cuarto de hora, me abrigo y me dirijo a encontrarme con caras a las que hace que no veo cerca de un año. Caras que me recibirán algunas con una sonrisa, otras con cara larga y las que más con la sorpresa del que ve a un muerto caminando. Hace frío, frío de verdad. En una calle cercana a casa me encuentro el cadáver de un gato congelado. La helada. Hacía pocos días se habían encontrado a un vagabundo muerto por lo mismo. Navidad, blanca navidad. El local donde solíamos empezar la noche está cerrado. Pruebo suerte en otra zona.

Janet debería estar por aquí. Hacía bastante que no la veía. Desde que había dejado el piso que compartíamos, hará próximamente un año, sólo la he visto de pasada unos cinco minutos una noche que se acercó a la Ciudad del viento. La llamo, el teléfono da tono, pero ella no responde. A saber. Paso cerca de una cafetería en la zona alta tras callejear por el centro y allí me lo encuentro, como todos los años. Jimmy Beam. Apago el cigarrillo. Al entrar, no me reconoce, pero en cuento me saco el gorro y le hago una reverencia él responde. Nos damos un abrazo.

Jimmy es un hombre andado. Tendrá unos cinco o seis años más que yo, pelo largo, botas camperas y siempre una historia que compartir. Parecía alguien salido de la contraportada de un álbum de los 70’s. Apasionado del rock sureño, tocaba la guitarra en un grupo que incluso había conseguido ganar algún concurso internacional. Siempre teníamos esas conversaciones a altas horas en locales a puerta cerrada, cuando mientras sonaban The Doors poníamos a parir a Capote mientras hacíamos esfuerzos por mantenernos en pié. Comparte mesa con su novia, que mantiene una conversación sobre las generaciones anteriores con un viejo lobo, su hermana, y alguien más. Cuando tiene un momento, y tras darle un trago a su vaso de bourbon, en un par de frases nos ponemos al día. Le pregunto por el resto de gente y me dice que están en la Válvula, local en el que acababa todo el mundo. Tras un par de copas, nos dirigimos allí.

Tras unos cinco minutos compartiendo anécdotas recientes llegamos. La Válvula se sitúa en un recoveco de una calle que desde hace un par de años es peatonal. En el exterior hay los clásicos grupos de gente, algunos compartiendo un canuto, otros simplemente saliendo a echar un cigarrillo. Jimmy acaba la copa que trajo su novia del otro local y entramos. En el interior veo a Bruce, que me sonríe con su clásica sonrisa pícara. Bruce es uno de los chavales con los que crecí, juntos habíamos pasado por todas las penas y alegrías que la adolescencia nos podía dar a dos jóvenes amantes del heavy metal. Conocimos grupos, hierba y sinsabores de una manera bastante especular, y nos teníamos una especie de cariño mutuo, pese a que últimamente nos veíamos un par de veces al año. La última fue en unas fiestas hace unos meses, en las que como siempre no faltamos a la cita con el amanecer. Pedimos un par de chupitos y de repente de entre la marabunta de gente emerge Janet.

-Tommy! ¿Que demonios haces aquí?
-Ya ves, alguien me habrá pedido de regalo.

-Dios, estoy drogadísima.

Ante esa afirmación no puedo más que hacer que sonreír. Mientras vamos pidiendo otras copas y nos quejamos de la música del local, nos vamos contando que tal nos van las cosas, quién nos sigue cayendo mal, quién nos cae peor. Me cuenta que ha vuelto a dejar la carrera, y que lleva un tiempo buscando otra salida. Yo le cuento que mis planes de aprobar en Diciembre se han quedado en algún papel, y bromeamos diciendo que nunca acabaríamos los estudios jamás.

-¿Te puedo contar una cosa? Es que no lo sabe nadie.

-Sorpréndeme.- le digo sin inmutarme, porque la verdad ya la veo venir de lejos.

-Ahora me estoy acostando con…

-Jajajajaja.- la interrumpo antes de que pueda terminar. –Ya me lo olía, no hace falta ni que me lo digas jaja.

De ahí la conversación deriva, mientras le va segando tragos a mi cerveza, a cómo me va a mi en ese apartado, lo cual le resumo entre carcajadas.

-¿Nunca tendremos una relación normal? ¿Nunca vamos a ser normales?

-Nunca vas a ser normal. Ni mínimamente normal. Nunca.

-Pues si que estamos jodidos.

-Puedes contentarte con que el hijo que tendríamos en otra realidad hipotética dominaría el mundo, nena.

En una de estas entra Axl y nos saluda. Axl había tenido sus más y sus menos conmigo desde hacía ya dos años. Más menos que más, la verdad. Los tiempos en los que éramos casi inseparables se diluían cada vez más.Un día, de repente, tras meses sin hablarnos, se planta delante de mí en la Ciudad del viento, diciéndome que debería volver al pueblo, que las cosas estaban arregladas, y otras tantas cosas más. Sin venir a cuento. Como si nada hubiese pasado. Le dije que no habría problema, pero me guardaba mi opinión. No tenía ninguna razón para confiar, y tampoco tenía ninguna razón especial para volver, así que actué como siempre. La noche sigue transcurriendo por el cauce habitual, copas, más copas, algún baile con Janet, hasta que nos damos cuenta de que son ya cerca de las seis de la madrugada. Bruce, otro colega y yo seguiríamos en un piso, y Janet nos pide que la acerquemos en coche a casa. Juraría que en cierta parte del camino fuimos cogidos de la mano.

Tras fallar el piso destino, damos con el bueno. Bruce me cuenta que es el piso del bajista que toca con él y Axl en un grupo de versiones. Cuando llegamos, le dice “este es Tommy, el que te había comentado”. Por lo visto lo de que le había hablado de mi era cierto. En el interior nos ofrece un puro y un trago de una bebida asquerosa, mientras sigue jugando a algún videojuego descafeinado. Axl y yo tocamos un par de temas juntos, como lo solíamos hacer antaño. Han pasado cuatro años desde que el grupo que teníamos montado se había ido a la mierda, y no creía que volviera a pasar tal hazaña. Bruce nos mira como si estuviese viendo una película de la infancia que nunca habían repuesto. Suena mi móvil, mi madre me manda un mensaje preguntándome como estoy. Son cerca de las ocho de la mañana y bien podría estar tirado en una cuneta o a punto de ser linchado, a sus ojos. Cosa que por otra parte no se alejaba mucho de una bien probable realidad. Le respondo tranquilizándola. Al cabo de un rato me dirijo a casa. La llave de la cerradura no entra bien, la habían cambiado hace poco. Mi madre abre la puerta, entro y duermo como no lo había hecho en tiempo.

Al día siguiente, domingo, toca la clásica comida navideña otra vez en la aldea, sopas elaboradas con los restos de la cena de ayer, y restos de la cena de ayer directamente. Al terminar me recuesto un poco en cama de mi tío, pongo cualquier canal en la televisión y oigo ondas, sin prestar atención. Mis primos hacen ruido en las habitaciones contiguas. Cerca de las seis de la tarde mi madre me dice que es buena hora para ir al hospital, así que me subo al coche con ella y con mi padre y emprendemos rumbo.

Musitamos poca cosa de camino, de hecho me empiezan a pesar los párpados. El hospital había sido inaugurado hace relativamente poco. Está situado en la capital de la provincia, en una carretera a las afueras, a unos quince minutos en coche. Una de estas nuevas promociones del alcalde de turno, con una empresa faraónica de gastos innecesarios, pero a la vez urgentes. El edificio emerge lejano entre la niebla, majestuoso. Una gran fábrica de muerte. Desde la carretera sólo se atisba su parte trasera, con todas las alas para enfermos ingresados. Tardamos unos cinco minutos más en dar la vuelta y encontrar un sitio para aparcar. Caminamos un rato entre la niebla y nos da la bienvenida una entrada monumental, con el clásico empedrado a diferentes pavimentos tan propio de la arquitectura rancia institucional. El acceso se realiza a través de una puerta giratoria de dimensiones descomunales. Una vez dentro, todo tiene el aspecto de un aeropuerto, sólo falta un gran monitor que avise de las habitaciones libres y las horas de defunción. Subimos por unas escaleras mecánicas y llegamos al ala de habitaciones correspondiente, mientras mis padres me preparan para lo peor.

Abrimos la puerta y nos da la bienvenida mi abuela. Al verme me abraza eufórica. Hace más de un año que no la veo, y la verdad no me importaba mucho. Ya desde pequeño me había dado cuenta de que sus nietos favoritos eran los hijos del hermano mayor de mi padre. Rubios, atentos, ojos azules. Pero esos mismos hijos se fueron con la zorra loca de su madre tras una separación tortuosa y nunca más se supo, a no ser por insultos por la calle, amenazas, y otras lindezas, hace tiempo. Mala suerte, ahora te tocaba quedarte con los no tan buenos. En la estancia está también mi tío, el padre de las criaturas, y mi abuelo. Mi abuelo está sentado en una silla. Está más delgado, si, pero por lo demás cualquiera diría que está enfermo. Tiene una sonda pegada al estómago, y otra para recoger la orina, camuflada entre los pliegues de la bata y una bolsa de papel. Dos días antes la había pisado por un descuido, con suerte de encontrarse aún en el hospital. Le habían dado el alta preventiva, pero si llega a estar en casa se montaría tal cristo que a lo mejor ni lo contaba.

Saludo a mi tío, que me comenta que he engordado un poco, pero que ya soy todo un hombre, cosas a las que no hago mucho caso, excepto cuando me insta a sentarme al lado de mi abuelo. Le doy un beso y le pregunto que tal se encuentra. Él sólo responde “bueh”. Clásico entre varones de mi familia. Llega un momento en el que nos comunicamos con frases cortas. Pensaba que con mi hermano sería de otra manera, ya que se llevaban mejor, pero no. Mi hermano ha cruzado la franja de los quince, y a partir de ese momento sólo se intercambian saludos. La verdad, no necesito decirle mucho más, ni él a mí tampoco. Yo lo quiero, y él creo que a mí también, con eso sobra. Mientras tanto se discuten temas de presupuestos y obras en el edificio donde viven. Las humedades eran en alguna zona de la casa insoportables. Un Amazonas decorado con fotos pasadas. En esto llegan mis tíos. Mi tío viene en silla de ruedas, había tenido una rotura fibrilar en el trabajo, similar a la que tuve yo cuando me atropellaron. Menudo panorama.

En un momento me levanto y salgo al recibidor, mientras me pongo a ojear periódicos, otros pacientes, otros familiares. Siempre me ha fascinado el ambiente de los hospitales, de una manera extraña. Este tenía todo tipo de teletipos coloridos, alas diferenciadas por tonalidades, zonas de espera de blanco aséptico, todo un ballet para los sentidos para el primer hola o el último adiós. Mientras miro alguna noticia, me encuentro con mi padre. Siempre tuvimos la manía de apartarnos del grupo familiar y ponernos a deambular por ahí. Volvemos a la habitación y mi madre me dice de ir ver a mi prima segunda, que se encontraba ingresada en la misma planta. Asiento.

Mi prima llevaba más de seis meses ingresada por un caso fatal de esclerosis múltiple. De repente un día tenía pinchazos en la espalda. A las dos semanas no podía mover las piernas. Si no del país, era el caso más degenerativo de toda la comunidad autónoma. Hacía tiempo que no la veía, tanto tiempo como el que hacía que no pasaba asiduamente por el pueblo. Le quedaba un año para terminar la carrera. Ahora a ver si sigue entera para el año. Al entrar, está mirando la pantalla de un ordenador, integrado en todas las habitaciones por igual. El progreso. Está delgada, y la quimioterapia la ha dejado sin un pelo en la cabeza. Una lástima, siempre había sido muy coqueta. La acompaña una prima de mi padre. Por sacar un tema de conversación empezamos a comentar las cafradas que ocurrían en nuestro instituto, a lo que la prima de mi padre se une, ya que es profesora. Por lo menos el tema de conversación funciona, me comentaron que en ocasiones estaba más decaída, otras más irascible. Tras estar un rato más y para no entorpecer las labores de un enfermero, volvemos a la habitación de mi abuelo.

Mi abuela está hablando por teléfono con mi tío, que está en Mallorca afincado desde hace unos años. Me lo pasa, y casi olvido todo lo que ocurre alrededor. Era el menor de los tres hermanos varones de mi padre, y de joven tuvo problemas con la vida en general y con las drogas en particular, pero salió limpio. Limpio de todo. Tan limpio que a los cinco años de desintoxicarse se casó y huyó del agujero en el que crecimos. Comentamos cosas entre risas, ni me acordaba ya de lo bien que me caía. En esto le traen la cena a mi abuelo, que la come mientras le echa la bronca a mi abuela por rallante. Cuando la termina, le recojo la bandeja. Mi tío me dice que le apunte mi número de teléfono, por si algún día se acerca por la Ciudad del viento. Cojo un papel y apunto el número, con un par de cifras ilegibles. Ya es tarde. Nos despedimos y vamos hasta el coche, mientras comento que veía a mi abuelo de lo más normal. Enrarecido, volvemos al pueblo en el que crecí. A casa.

Tom Grass. Últimos paseos en la ciudad del viento -Visiones y recortes de delirio y carne-Ed. White Sparrow 2012

jueves, 5 de enero de 2012

Dicen que te puede llevar al sitio de donde vienes. Dicen.


"Tras dos intentos fallidos para abrir la puerta de la cafetería, una chica me la abre desde el interior, sonriente. Tengo suficiente dinero suelto para comprar tabaco, pero miro la hora y veo que el tren está en la vía correspondiente. 7:54 Dirección Ciudad del viento. Gracias por usar nuestros servicios. Cierro la puerta, y con el billete recién comprado en la mano salgo corriendo en dirección a las vías. La maleta, hecha apenas hace unos minutos, tropieza con todo bordillo posible. Hace escasa media hora me encontraba a un kilómetro inmerso en la ciudad, intentado que el cajero fuese tan rápido escupiendo dinero como yo reclamándolo. Tiempo, siempre faltas.

En la carrera compruebo el vagón y asientos correspondientes, entro en el tren y me acomodo. Al par de minutos el pavimento de la estación, hormigón grisaceo, va quedando atrás, y el tren se mete en la negrura. Aún es de noche, el sol está perezoso, y las luces del tren iluminan la estancia. Me coloco el gorro en el reflejo, odio las carreritas de última hora. La ropa se hace incómoda, se vuelve un trapo pegajoso, sin importar que te hayas quedado en mangas de camisa. Es pronto para algunos y tarde para mí, el ordenador me ha convertido en un sereno.

Algunas veces querría ver la estancia en tercera persona, verme desde fuera, rodeado de extraños. En ese momento, si pudiera, me volaría la tapa de los sesos, simplemente para ver la cara de sorpresa de la gente ¿Se impresionaría el viejecillo que mira el vagón tras sus gafas sin saber exactamente dónde está? ¿Se despertaría la mujer con el chal azul que viaja con los auriculares blancos puestos? ¿El joven que que trabaja en el ordenador levantaría la mirada, o simplemente limpiaría su gabardina de restos de cráneo? Supongo que su sorpresa sería mayor si un extraño justo enfrente le dijese sin venir a cuento que su portátil es de la misma marca que el suyo.

No dejaría de ser raro reventar tu cabeza de un balazo en un tren en medio de ninguna parte. En un vagón exactamente igual que cualquier vagón de morro perteneciente a la línea de trenes media distancia. Nadie desaparece en tierra de nadie. No lugar te da la bienvenida a no existencia, billete de ida, vuelta cerrada, sin devoluciones. El revisor no hace atisbos de aparecer. La empresa ferroviaría podría al menos avisar cuando el viaje es gratis, no tengo ganas de tirar 6 euros a la basura. El traqueteo al menos es reconfortante.

El traje que viaja en mi maleta tiene manchas de barro del último local que visitamos en fin de año. Estaba sentado entre un grupo de gente en una terraza exterior, cuando un perro embarrado, mojado por la lluvia, se pasea en el centro de nuestras sillas. Nos mira a todos y se sacude el barro, para luego irse sin siquiera mirar atrás. Jodido saco de pulgas.

En la misma terraza del local (una especie de casa rural rehabilitada a las afueras de la ciudad, un hervidero de zombis) me encuentro con un gato pequeño, asustado. Una chica lo sostiene en brazos, pero el gato quiere escapar. Me acerco a ella y cojo al animal, que se tranquiliza un poco. Es pequeño, tiene la mirada entre perdida y desafiante, y su color es algo así como un mar negro con grandes islas blancas. Mientras lo sujeto, ella me cuenta que la dueña lo quiere sacrificar. Hay demasiados gatos pululando por el local, y no puede atenderlos a todos. El gato mira a todos lados y lo dejo posado en el suelo.

El tren llega al fin a su destino, y tras media hora llego a la ciudad. Cojo un bus urbano y tras un par de calles llego a mi portal. Tras cuatro pisos de innumerables escaleras, la puerta de casa me da la bienvenida. Meto la llave en la cerradura, pero no funciona. No se abre. Son las putas 8:13 de la mañana, vamos, mundo, no me jodas. Timbro repetidas veces y al fin Matt me abre la puerta, no muy molesto para ser la hora que era. Me comenta que la cerradura falla y que la cambiarán esta misma mañana. Entro en mi habitación y dejo la maleta cerca de cama. Luego salgo al salón y compruebo que ha amanecido como debiera. El gato del piso está despierto. Lo acaricio y, sorprendentemente, se deja. Al menos ya no es tan hijo de puta."

Tom Grass. Últimos paseos en la ciudad del viento -Visiones y recortes de delirio y carne-Ed. White Sparrow 2012