martes, 22 de febrero de 2011

(No hay mares en la ciudad de la) lluvia.


"Tirado en la cama, puedo de un único vistazo hacerme eco de todo el raquitismo del que hace gala mi habitación. Desde un único punto de vista soy capaz de ver las cuatro paredes que la conforman. Tendrá unos tres metros de largo por dos y medio de ancho. Un gran armario, con un par de maletas coronándolo. Una pequeña mesa. Una estantería, en ella aparecen libros, otros libros más desvencijados, trozos de cartón, algún que otro gorro, esta bufanda, esta otra, con un montón de zapatos dispuestos sin orden ni concierto en la parte baja. De la puerta cuelga una bata que apesta a sudor rancio, junto la única americana que me queda entera, y de milagro, manchas de cemento aparecen en su parte trasera. Hay también un instrumento que nunca llegaré a tocar como es debido, y otro que nunca debí haber dejado de tocar. Una única bombilla alumbra la estancia, cuando le da la gana de funcionar. La puerta no encaja en su marco. Las contraventanas no protegen ni mitigan la luz solar, pero dejan que el agua de lluvia forme un pequeño estanque a los pies del ventanal. Ningún ángulo recto aparece. El dibujo de la tabiquería poco o nada tiene en relación con el suelo de madera, o con el resto de la casa. Una delicia. Compartía aquel piso con Grez Stone y Jebuzz, y con una pareja de recién casados. Aunque no, lo parecían, las discusiones por nimiedades estaban a la orden del día. El descanso y la tranquilidad no. Tras subir por unos cuatro pisos de escaleras, escaleras, y más escaleras, el olor a cerrado te daba la bienvenida. Mierda de gato en la entrada. Mierda de perro en el salón. Las paredes, gruesas como el papel, me permitían oír el trote de los animales de un lado para otro, los aullidos, los ladridos, esta conversación, la otra discusión. Hogar, dulce hogar. Espera. ¿Eso que suena al lado de la puerta es una gotera?

Llamé a mi padre. Algo debería saber de esas cosas. Antes de marcar el número, pienso que el último día que nos vimos fue quizás el que más tiempo hablamos. Conversamos un poco sobre esto y sobre lo otro y sobre nada. Si no soy capaz de recordar el número de frases exacto, me parece una buena señal. Apenas hablamos. Las veces al año que intercambiamos más de tres o cuatro frases las podría contar con los dedos de, no sé, las dos manos a lo sumo. Tampoco hay mucho que decir. Caso característico en los varones de mi casa. De no ser por mi madre, nos comunicaríamos a base de gruñidos. Algo me dice que algún día mi hijo se hablará con mi padre la misma manera que lo hago yo con el suyo. Hola, abuelo. Adiós, abuelo.

- Pai?

- Dime, Tommy.

- Aparecérnonme goteiras na habitación. Eso podo amañanalo eu ou chamo a alguién?

- Home, eso ten que subir alguien, fijo que ten que ser cousa do lousado, choveou moito estes días, e o sitio onde vives xa está vello. Ten que estar todo feito unha merda por aló arriba.

- E mentras, que fago? Xa puxen unhos cazos.

- Pos farás como facía eu na casa vella. Cando chovía tíñamos que apartar a cama do sitio, ainda que seña terás que poñer o colchón no suelo. Pero non che ten mal ningún, ¿ou tencho?¿Chóveche na cama?

- No, e se no, bueno carallo.

Parece que a ambos nos interesaba el tema. El hombre sabe. Siempre sabía. Da igual los libros que no haya leído, ni las cosas que nunca haya sabido. El hombre sabe, siempre sabía. Da igual lo que pasara, había una respuesta. Nunca lo hablamos, pero supongo que él lo sabe. El hombre lo sabe. Siempre pasa. Él carga con las cosas a cuestas. El año pasado se había roto un hombro en una obra. Un paso mal dado y al hoyo. Poco más sé del tema. Apenas hablamos. Pasa a toda cuanta gente conoces. Pregúntale al hijo del trabajador medio. Los hombres no hablan. Aún a sabiendas, pero no. Ese mismo día, cuando hablé por teléfono con mi padre, hablé más tarde con mi hermano pequeño. Por primera vez en nuestras vidas, fui capaz de decirle “ánimo”. Iba siendo hora. Esas cosas nunca se dicen. Esas cosas siempre se callan. Llámalo negación. No hay espacio para el sentimentalismo. Las cosas se callan. El débil de ayer, el cadáver de hoy, la argamasa para el mundo feliz del mañana.

A tal momento como este se me hace difícil recordar lo que pasó el fin de semana, pero haré un esfuerzo. Ese mismo jueves fui a casa de Jordan y Betty White. Tenía que ultimar unos detalles referentes a ciertas entregas de trabajos y grupos, un pequeño replanteo que poco nos podía llevar, o eso esperaba. Cuando aparecí me echaron en cara que saldría, por la ropa que llevaba. Había decidido ponerme un chaleco y una vieja camisa que ya hacía tiempo que no utilizaba para hacer unos pagos en el banco esa misma mañana. Pero era igual, era señal de que iba a salir. Podría ponerme ropa de oficio de cura, podría estar tirado en una cuneta con la pierna reventada por un coche que se había dado a la fuga, significaba que iba a salir.

Más tarde, tras haber dejado las cosas en casa, me dirigí a un bar de la zona centro donde solíamos comenzar la noche la gente con la que me codeo. Un local irlandés que de irlandés tiene el nombre. Servía, siempre sirve, mientras te sirvan. Una cerveza era suficiente, estaba cansado de todo el trajín de la semana. Pero no. No ese día. “Hey, Tom, bajan ahora mismo todos de una fiesta en un piso”. Todos. No había escapatoria, ni la buscaba. Paul Real me había llamado también el día anterior. Respondí y le dije que probablemente el jueves nos veríamos. Probablemente como sinónimo de no, joder. Bueno, soy un hombre de palabra. En el interior ya habían caído copas de esto y de lo otro, y los camaradas fueron llegando. El pequeño ángel hermano me saluda efusivamente, y yo a él. Sin malicia le recuerdo los cinco dólares que le había dejado la semana pasada. “Me hago cargo, Tommy”. Nos fuimos haciendo todos cargo. A la media hora escasa, entra. Lo veo. Imposible no verlo. Paul. Venía con Anton, y otro tío, también llamado Anton. Paul “hostiaputa” Real. El hombre largo, medía más de dos metros. Delgado, pero fibroso. Dos ojos y pelo conforman su cara, siempre acompañados de una sonrisa. Si me coge en brazos no toco el suelo, y si me da una con la mano cerrada probablemente nunca más suelo volvería a ver. Sempiterno, pero no me toques los cojones. “Tooommy” exclama. “Paaaul”. Me alegraba de verlo.

Esperábamos cerca de unos contenedores a que terminase de vomitar. Su altura le hacía encorvarse, mientras un hilo líquido intentaba llegar al suelo, ayudado a veces por tropezones que salían de su boca cual fuente. Ni se inmutó. “¡Vamos al local de Joe!” Un coche casi nos atropella. Suerte que tuvo. Ya en el local, Joe nos pone las copas habituales, y Paul me increpa a ganarle una a mayores. Apostaríamos a los dados quién se la bebería. Ganas, bebes, pierdes, pagas. Tres reinas, dice. Tiro. Se jode. Mierda, dice. Tres reyes. Full jotas reinas. Sonrío. Maldice, y sonríe también. Full reyes ases. Me mira. Lo sabe, esta la tiene que ganar él. Es la última, todo o nada. Tiro. Levanta el cubilete. Una dama. Otra. Otra más. La última se suma al baile. Póker. Pagas, voy al baño. En el interior le oigo decir al barman que ponga la cosa más fuerte que tenga. Salgo del baño, haciendo que la cosa no va conmigo. “¡Adelante, tu copa!” me arenga. La bebo, absenta con whisky. Las concubinas del diablo. Aguanto el tirón,"¿por quién me tomas?", pero al rato es mi turno también. Compruebo que el cuarto de baño del local no ha quedado sucio, y nos vamos cuando cierra. Pequeño ángel hermano vuelve a por mi. Nos vamos al último antro infecto de la ciudad con estos, aquellos y ese que acaba de librar. El portero habitual no está, y pequeño ángel hermano puede entrar tranquilo. Allí dentro me baña en cerveza, me riega. Sujeta esta, te traigo otra. Mañana era otro día, que empezaba a despuntar ya, y le digo que me voy. Allí queda danzando. Sin que me vea, le mando mi única sonrisa del día y me voy a casa.

Al levantarme recuerdo que aún tengo trabajo por hacer. Intento ducharme, ya ni intento comer. Las horas se consumen en minutos. Me pongo una camisa y una gabardina negra que encuentro en el armario, y me dirijo nuevamente a casa de Betty. Allí observamos la poca información que tenemos de las tareas. Increíblemente, en un par de movimientos el asunto queda zanjado. Escala el plano, encaja la foto. Encajaba. Ya estaba, no necesitábamos más. Un antiguo compañero de clase, de los que mejor recuerdo tengo hacía escala en la ciudad por una semana. Axe Ralder, venido de donde la gente come piedras y caga estatuas. Así que decidimos irnos todos de cañas. Unas, otras, más. Mensaje. He de ausentarme, me ha surgido un asunto. No había comido en todo el día, y me había tomado unas seis cervezas en un espacio de tiempo no mayor a una hora. Había quedado en tres cuartos de hora a unos cinco kilómetros, en un local en el centro de la ciudad. Allí me dirigía, con el maletín aún, y el aliento etílico ya. Calculé bien el tiempo y los traspiés que di. Ya empezaba a hablar sólo. Llegué. Allí estaba también. ¿Nos vamos?

Llegamos a mi casa, ella se hace eco de la mancha de la gotera, y se ríe. Saca un cigarrillo de su bolso y lo fuma. Enciendo el ordenador y pongo música. Ella tropieza, se ríe, yo sonrío también. Me saco la camisa, y todo lo que sigue no es más que carne entremezclada, poética, clavos, uñas, naturaleza imitando al arte. Pequeño ballenato varado en la inmensidad de la mar. “¡Que alguien ayude al bebé ballena!” grito. Un beso me responde. La acompaño al coche. Veo llamadas perdidas de Axe. Estaba en la playa con Betty, bañándose. Era tarde ya, y hacía frío. Allí me los encuentro a ambos, saliendo de entre las dunas. El paseo había quedado destrozado por el temporal, ellos también lo estaban, bebida en vena, pero ni rastro de móvil o cartera. La noche no podía acabar así, y les invito a tomar algo. Cuando nos dirigimos al bar, hay reyerta. Tamara pasa por allí, y me lo cuenta. Jóvenes y cocaína. La verja del bar de Joe está bajada, pero nos dejan entrar. Pido un litro de algo, y en cuanto me giro, desaparece. Un tío pasa por mi lado y le pregunto.

- Perdona, ¿has visto salir a un chico y una chica, el chico de mi altura más o menos, con un polo a rayas, ella rubia un poco más baja?

- Si, acaban de salir.

Fuera los veo, apoyados en una barandilla con mi bebida. Ratas. Bueno, copas les había prometido, y copas iban a beber. Mientras nos movemos hacia otro bar que aún no había cerrado, Axe para un taxi y ambos se suben. Betty, dulce amor, dulce mirada me dice si quiero ir hasta su casa. No hace falta, Betty, la mía queda justo al lado, ya voy yo andando. El taxi marcha, y soledad me acompaña ahora, como de costumbre. Al bar voy, y dentro me encuentro con un habitual del local irlandés. Le invito, alguien tenía que beber conmigo. El abrazo caliente del whisky bajando por mi garganta, haciendo que el estómago se me revuelva, es quizá la sensación más vívida del día.

Al día siguiente, sábado si no he perdido la cuenta, llamo a Betty. Le pregunto que tal se encuentra. Cerca de las siete de la tarde me paso nuevamente por su casa. Estaba sola por primera vez en el piso, y decidí acompañarla en la cena. Al, el novio de Jordan, se pasó por allí, y ambos fuimos acompañarlo a comprar regalos y bombones, se acercaba algún tipo de aniversario. En el centro comercial, mientras ellos miraban cosas, yo me dirigí a la sección de libros. Me encantaba ver las estanterías llenas de ellos. Era el placer de ver la letra escrita al alcance de la mano. Tenía carné en una biblioteca cerca de casa, pero la bienquerida alegría de pasear entre estantes, ojear secciones y encontrarte con alguna maravilla desconocida, o con alguna frase con algo lo suficientemente real como para seguir devorando páginas se había sustituido por un sistema informatizado. Buscabas en una base de datos, escribías en un papel el libro que querías y al rato la bibliotecaria lo introducía en un montacargas. Si había suerte, el libro bajaba al cuarto de hora. Si no, su cara de besugo te indicaba que no quedaban existencias de la misma obra y su mirada te invitaba a irte a tomar por culo de su puta biblioteca. Me encantaba el trato personal que permitían las nuevas tecnologías en ese caso. Hacen que el joderte quede al alcance de un botón.

Ojeaba las estanterías mientras me hacía eco de las palabras del tío Hank. Cogía libros, a veces por instinto, otras porque sin duda era necesario leer a aquel autor, abría una página al azar y leía un párrafo, o a veces una mera conversación, o una resolución de escena, o una frase, o un pensamiento del personaje que tocase, y si me parecía interesante, me lo apuntaba para una próxima compra y lectura. Así, gracias al tío Hank sobre todo, se sumó el tito John, y otros que venían detrás. Stendhal, Freddie, Dos, Uno, Pío, Chéjov, Hamsun, Henry, Bocc, Arthur, en las páginas de unos aparecían los otros, Buk me enseñó a Miller, Miller a él a Hamsun, Céline que era predilecto de Hank, y del tío Jackie, aunque Jackie me pareciese un vanidoso a veces. La lista de libros por leer era interminable. Betty me sacó de mi ensoñación, y una vez Al compró lo que le pareció conveniente volvimos a su piso. Allí Betty me invitó a arroz con carne. La acompañé hasta el postre, le agradecí la comida, ella mi compañía, y me volví a casa. Era sábado, ese si que era día de salir.

Al entrar en el local, vi que el único hueco practicable cercano a la barra era al lado de Natalie. Me apoyé a su lado en una banqueta, ella tardó en darse cuenta, pero sus ojos estaban en los míos cuando me giré. Natalie tenía el pelo largo y lacio, pegado a la cara, solía llevar algo en la cabeza siempre, ya fuese una diadema o un gorro, y vestía de riguroso negro. Era delgada, y para que negarlo, estaba buena. Era guapa, a su manera, las cejas quizá un poco anchas, pero estaba buena. Unas piernas perfectas se marcaban en un pantalón ceñido cuando no en una falda corta, esta vez gris con franjas a distintos tonos. Teníamos una apuesta que surgió un día en ese mismo local, pero rara vez la apuesta valía, además ella tenía apuntadas en un papel las bases de la misma, así que de poco me servía, a no ser por mi inventiva a la hora de sacarme excusas. Mientras hablamos, le recuerdo conversaciones pasadas. Me dice que no le gustan que la juzguen, y me juzga. Es extraña. En cierto momento me recrimina que no le hago caso, a lo cual le respondo que es el mismo discurso sobre personalidad que me había dicho hace ya cuatro meses en el mismo sitio en las mesas del fondo. Evidentemente, eso le jode, y me lo dice acercándome la cara. Sería tan fácil, pero es lo de siempre. Quiero, pero no puedo. Puedo, pero no debo. Debo, pero bebo. Salí, entré, fumé, bebí, me vacié, confesé mis pecados a gran ángel hermano, lo abracé, bebí más, apareciste, aparecieron este y el otro, aparecieron aquel y el otro aquel un rato más tarde, bebí más, aparecieron ellas y apareciste tú también, bebí, y me tiré a la piscina de cabeza mientras me sacaba la camiseta por el aire. La camiseta se convirtió entonces en un nudo, el cual quedó prendido a mi reloj. Me hundía en la piscina, que tenía una profundidad de ocho metros, veía claridad y veía las burbujas de aire de mi propia existencia dejándome para llegar a la superficie. Intenté desasirme, pero de nada valía, sonreía, tranquilo. A la profundidad se le sumaba ahora oscuridad. Pataleé, ya casi rozando el fondo, intentando impulsarme, pero estaba cansado, había andado mucho ya..."


Tom Grass. Hace una eternidad insondable. (Brandenburg Concertos II - III - IV.)

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