martes, 1 de febrero de 2011

Locura ordinaria.

Creo recordar que eran cerca de las 5 de la mañana cuando al fin el tío Henry me invitó a dormirme. Lo último que recordaba era una retahíla de frases de lo más ingeniosas, sinceramente, espero que siga cobrando la misma fuerza que lleva en estos primeros compases. No recuerdo haber dormido especialmente mucho, mis pestañas comenzaron a hacer su trabajo eficientemente a la hora en la que el despertador amenazaba con sonar. Fácil solución. No ir a primera hora. Ni a segunda, que cojones. Tras un par de horas de intento de sueño, al final decidí levantarme. Me quedé un rato sentado en cama. Hacía tiempo que la bombona había dejado de funcionar. Creo que desde el Sábado. Ducharme en pleno invierno con agua no muy superior a 0º no entra dentro de mis planes de amanecer bucólico, a no ser que sea imperiosamente necesario. No lo era. Mientras el calefactor escupía su aliento, encendí un cigarrillo. Observaba el armario abierto, haciendo tiempo, sin inmutarme. Sabía que en cuanto parte de ese uniforme se acoplara a mi cuerpo no habría ya vuelta atrás. Cigarrillo consumiéndose en el borde de la mesita de noche. Voluntad consumida ya. Empieza el día.

Camino. Paso tras paso me dirijo a la parada de autobús más cercana, con media hora de retraso, con las herramientas de trabajo habituales: Folios, carpetas, reglas, escuadras cartabones, ojeras, barba de 3 días, coletazos del fin de semana, cansancio y tedio, gorra y bufanda opcionales. El autobús va haciendo su recorrido. Serpentea calles, hace sus paradas. Personas bajan, gente sube. Llegaba cerca de media hora tarde a la clase a la que me había propuesto ir. Reencuentros, caras. Algunas lozanas incluso. Malditos bastardos. Reparto de las tareas asignadas. Eliminar pensamiento, comienza el mecanismo. Los profesores, tras 2 horas de naderías, hacen acto de presencia, despachándonos amablemente media hora antes de que la clase tocara a su fin. Perfecto. Ahí van 3 horas quemadas de tu vida. Jonás y yo nos dirigimos al comedor. El dinero me alcanza para un par de platos medianamente decentes. Crema de zanahorias y fritangas variadas. La base de una verdadera dieta. Cigarrillo y descanso. Descanso y postre. Postre y mierda. Aún faltaba una hora para la clase siguiente.

Vamos a los sofás situados en la misma planta. Apartados del bullicio de los comensales, me comenta el trabajo que tengo que hacer en la clase siguiente. Se trataba de lo mismo que habían hecho la semana pasada, en la cual inteligentemente me abandoné al sueño, mandando a tomar por culo cualquier cosa referente a las clases. Sabía que tenía tiempo a la semana siguiente a repetirlo. No parecía difícil, mucho menos dejándome él todo lo que necesitaba en unas fotocopias. Él fue a ayudar a su mejor compañero a endulzar una entrega, y yo me recosté como pude en uno de los asientos. “Cojonudo”, pensé, “una HORA entera de siesta.” Cerré los ojos, me tapé como medianamente pude con la gabardina y, simplemente, dejé de escuchar.

Al rato de cerrar los ojos, me invadió el sueño. Al principio sólo en forma de olores, al rato también de sabores, para acabar de formarse imágenes. Notaba esas sensaciones, se me hacían familiares. Me veía a mi mismo en aquella cama, con aquella belleza al lado. Se quitaba su camisa, y dejaba a relucir unos pechos perfectos. No existía nada de más ni de menos. Mordí uno de sus pezones suavemente, mientras ella se revolvía de placer. La besé en el cuello. Quería más. Me quitó la camiseta, me lamía, me gustaba. Bajé la mano hasta su pantalón, y ella aulló. Saltaron botones por los aires. Sólo pensar en saborear su coño hacía que me relamiese. La recosté, bajé. Cogí sus bragas entre los dedos y empecé a quitárselas poco a poco, disfrutando de cada segundo y de cada contacto con cada centímetro cuadrado de su piel. Ya estaba a punto de besar en la cara a la mismísima Venus.

Sonó el teléfono. Me sobresalté. Un compañero me estaba llamando, y colgó. Respondí al momento, debía de tratarse de algo importante. No. El muy hijo de puta, al cual tenía delante móvil en mano, creyó conveniente hacerme una llamada para despertarme. Y lo más jodido es que el muy subnormal no tenía ni idea del viaje que me estaba dando. Risas estúpidas por su parte. Rabia asesina por la mía. Subí a la clase siguiente. Despiece de Silla Jacobsen. Tubo metálico de diámetro 1.5 centímetros, cuatro piezas. Pieza de sujeción de resina plástica, cuatro piezas. Pletina de acero espesor 2 milímetros, dos piezas (Núcleo de soporte unido mediante soldadura). Pieza asiento madera de contrachapado. Unión pieza asiento mediante tornillos roscachapa diámetro 12 milímetros, tres tornillos. 7 y media de la tarde. Vuelta a la ciudad.

Llegué a casa, recordando que hoy Janet volvía de la capital y se quedaba un día antes de volver a la suya, ya no recuerdo ni dónde. La llamé y me esperó junto con una amiga en un bar dos calles más abajo de mi residencia habitual.Tras ponernos al día, con otro par de horas transcurridas y las mismas botellas de vino blanco terminadas, llegó su pareja, y tras intentar convencerme de seguir de fiesta, todos sabíamos lo que ello supondría. Nada. Regresé con cierto dolor de cabeza e intenté cocinar algo. Comprobé la nevera. Nada digno de mención. Observé que aún tenía unos pocos spaguettis, limpié más o menos una cazuela y los puse a hervir. Tras comprobar que no había tirado ninguno fuera del cubo de la basura volví a mi habitación. Miré por la ventana, dejando entrar un poco de aire y salir un poco el humo. “Ahí se va otro día de mierda…”

Tom Grass, hoy mismo.

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