jueves, 26 de enero de 2012
Un refugio en la arena (Parte I)
Mi abuelo se muere. Lleva unos dos meses ingresado por una insuficiencia renal y la estancia en el hospital hace que sus bronquios empeoren. No he podido ir a visitarlo ya que me había prometido centrarme este trimestre más en las clases, aunque cada llamada de teléfono era para algo malo ¿Qué tal? Yo bien. Bueno, por aquí más o menos, pero tu abuelo etc etc etc. Antes de la cena mi padre me dice que le han diagnosticado un cáncer. Mañana iré a verlo, pero hoy es Nochebuena, son cerca de las 2:30 de la madrugada y me dirijo al pueblo donde crecí. A casa.
Llegamos a eso del cuarto de hora, me abrigo y me dirijo a encontrarme con caras a las que hace que no veo cerca de un año. Caras que me recibirán algunas con una sonrisa, otras con cara larga y las que más con la sorpresa del que ve a un muerto caminando. Hace frío, frío de verdad. En una calle cercana a casa me encuentro el cadáver de un gato congelado. La helada. Hacía pocos días se habían encontrado a un vagabundo muerto por lo mismo. Navidad, blanca navidad. El local donde solíamos empezar la noche está cerrado. Pruebo suerte en otra zona.
Janet debería estar por aquí. Hacía bastante que no la veía. Desde que había dejado el piso que compartíamos, hará próximamente un año, sólo la he visto de pasada unos cinco minutos una noche que se acercó a la Ciudad del viento. La llamo, el teléfono da tono, pero ella no responde. A saber. Paso cerca de una cafetería en la zona alta tras callejear por el centro y allí me lo encuentro, como todos los años. Jimmy Beam. Apago el cigarrillo. Al entrar, no me reconoce, pero en cuento me saco el gorro y le hago una reverencia él responde. Nos damos un abrazo.
Jimmy es un hombre andado. Tendrá unos cinco o seis años más que yo, pelo largo, botas camperas y siempre una historia que compartir. Parecía alguien salido de la contraportada de un álbum de los 70’s. Apasionado del rock sureño, tocaba la guitarra en un grupo que incluso había conseguido ganar algún concurso internacional. Siempre teníamos esas conversaciones a altas horas en locales a puerta cerrada, cuando mientras sonaban The Doors poníamos a parir a Capote mientras hacíamos esfuerzos por mantenernos en pié. Comparte mesa con su novia, que mantiene una conversación sobre las generaciones anteriores con un viejo lobo, su hermana, y alguien más. Cuando tiene un momento, y tras darle un trago a su vaso de bourbon, en un par de frases nos ponemos al día. Le pregunto por el resto de gente y me dice que están en la Válvula, local en el que acababa todo el mundo. Tras un par de copas, nos dirigimos allí.
Tras unos cinco minutos compartiendo anécdotas recientes llegamos. La Válvula se sitúa en un recoveco de una calle que desde hace un par de años es peatonal. En el exterior hay los clásicos grupos de gente, algunos compartiendo un canuto, otros simplemente saliendo a echar un cigarrillo. Jimmy acaba la copa que trajo su novia del otro local y entramos. En el interior veo a Bruce, que me sonríe con su clásica sonrisa pícara. Bruce es uno de los chavales con los que crecí, juntos habíamos pasado por todas las penas y alegrías que la adolescencia nos podía dar a dos jóvenes amantes del heavy metal. Conocimos grupos, hierba y sinsabores de una manera bastante especular, y nos teníamos una especie de cariño mutuo, pese a que últimamente nos veíamos un par de veces al año. La última fue en unas fiestas hace unos meses, en las que como siempre no faltamos a la cita con el amanecer. Pedimos un par de chupitos y de repente de entre la marabunta de gente emerge Janet.
-Tommy! ¿Que demonios haces aquí?
-Ya ves, alguien me habrá pedido de regalo.
-Dios, estoy drogadísima.
Ante esa afirmación no puedo más que hacer que sonreír. Mientras vamos pidiendo otras copas y nos quejamos de la música del local, nos vamos contando que tal nos van las cosas, quién nos sigue cayendo mal, quién nos cae peor. Me cuenta que ha vuelto a dejar la carrera, y que lleva un tiempo buscando otra salida. Yo le cuento que mis planes de aprobar en Diciembre se han quedado en algún papel, y bromeamos diciendo que nunca acabaríamos los estudios jamás.
-¿Te puedo contar una cosa? Es que no lo sabe nadie.
-Sorpréndeme.- le digo sin inmutarme, porque la verdad ya la veo venir de lejos.
-Ahora me estoy acostando con…
-Jajajajaja.- la interrumpo antes de que pueda terminar. –Ya me lo olía, no hace falta ni que me lo digas jaja.
De ahí la conversación deriva, mientras le va segando tragos a mi cerveza, a cómo me va a mi en ese apartado, lo cual le resumo entre carcajadas.
-¿Nunca tendremos una relación normal? ¿Nunca vamos a ser normales?
-Nunca vas a ser normal. Ni mínimamente normal. Nunca.
-Pues si que estamos jodidos.
-Puedes contentarte con que el hijo que tendríamos en otra realidad hipotética dominaría el mundo, nena.
En una de estas entra Axl y nos saluda. Axl había tenido sus más y sus menos conmigo desde hacía ya dos años. Más menos que más, la verdad. Los tiempos en los que éramos casi inseparables se diluían cada vez más.Un día, de repente, tras meses sin hablarnos, se planta delante de mí en la Ciudad del viento, diciéndome que debería volver al pueblo, que las cosas estaban arregladas, y otras tantas cosas más. Sin venir a cuento. Como si nada hubiese pasado. Le dije que no habría problema, pero me guardaba mi opinión. No tenía ninguna razón para confiar, y tampoco tenía ninguna razón especial para volver, así que actué como siempre. La noche sigue transcurriendo por el cauce habitual, copas, más copas, algún baile con Janet, hasta que nos damos cuenta de que son ya cerca de las seis de la madrugada. Bruce, otro colega y yo seguiríamos en un piso, y Janet nos pide que la acerquemos en coche a casa. Juraría que en cierta parte del camino fuimos cogidos de la mano.
Tras fallar el piso destino, damos con el bueno. Bruce me cuenta que es el piso del bajista que toca con él y Axl en un grupo de versiones. Cuando llegamos, le dice “este es Tommy, el que te había comentado”. Por lo visto lo de que le había hablado de mi era cierto. En el interior nos ofrece un puro y un trago de una bebida asquerosa, mientras sigue jugando a algún videojuego descafeinado. Axl y yo tocamos un par de temas juntos, como lo solíamos hacer antaño. Han pasado cuatro años desde que el grupo que teníamos montado se había ido a la mierda, y no creía que volviera a pasar tal hazaña. Bruce nos mira como si estuviese viendo una película de la infancia que nunca habían repuesto. Suena mi móvil, mi madre me manda un mensaje preguntándome como estoy. Son cerca de las ocho de la mañana y bien podría estar tirado en una cuneta o a punto de ser linchado, a sus ojos. Cosa que por otra parte no se alejaba mucho de una bien probable realidad. Le respondo tranquilizándola. Al cabo de un rato me dirijo a casa. La llave de la cerradura no entra bien, la habían cambiado hace poco. Mi madre abre la puerta, entro y duermo como no lo había hecho en tiempo.
Al día siguiente, domingo, toca la clásica comida navideña otra vez en la aldea, sopas elaboradas con los restos de la cena de ayer, y restos de la cena de ayer directamente. Al terminar me recuesto un poco en cama de mi tío, pongo cualquier canal en la televisión y oigo ondas, sin prestar atención. Mis primos hacen ruido en las habitaciones contiguas. Cerca de las seis de la tarde mi madre me dice que es buena hora para ir al hospital, así que me subo al coche con ella y con mi padre y emprendemos rumbo.
Musitamos poca cosa de camino, de hecho me empiezan a pesar los párpados. El hospital había sido inaugurado hace relativamente poco. Está situado en la capital de la provincia, en una carretera a las afueras, a unos quince minutos en coche. Una de estas nuevas promociones del alcalde de turno, con una empresa faraónica de gastos innecesarios, pero a la vez urgentes. El edificio emerge lejano entre la niebla, majestuoso. Una gran fábrica de muerte. Desde la carretera sólo se atisba su parte trasera, con todas las alas para enfermos ingresados. Tardamos unos cinco minutos más en dar la vuelta y encontrar un sitio para aparcar. Caminamos un rato entre la niebla y nos da la bienvenida una entrada monumental, con el clásico empedrado a diferentes pavimentos tan propio de la arquitectura rancia institucional. El acceso se realiza a través de una puerta giratoria de dimensiones descomunales. Una vez dentro, todo tiene el aspecto de un aeropuerto, sólo falta un gran monitor que avise de las habitaciones libres y las horas de defunción. Subimos por unas escaleras mecánicas y llegamos al ala de habitaciones correspondiente, mientras mis padres me preparan para lo peor.
Abrimos la puerta y nos da la bienvenida mi abuela. Al verme me abraza eufórica. Hace más de un año que no la veo, y la verdad no me importaba mucho. Ya desde pequeño me había dado cuenta de que sus nietos favoritos eran los hijos del hermano mayor de mi padre. Rubios, atentos, ojos azules. Pero esos mismos hijos se fueron con la zorra loca de su madre tras una separación tortuosa y nunca más se supo, a no ser por insultos por la calle, amenazas, y otras lindezas, hace tiempo. Mala suerte, ahora te tocaba quedarte con los no tan buenos. En la estancia está también mi tío, el padre de las criaturas, y mi abuelo. Mi abuelo está sentado en una silla. Está más delgado, si, pero por lo demás cualquiera diría que está enfermo. Tiene una sonda pegada al estómago, y otra para recoger la orina, camuflada entre los pliegues de la bata y una bolsa de papel. Dos días antes la había pisado por un descuido, con suerte de encontrarse aún en el hospital. Le habían dado el alta preventiva, pero si llega a estar en casa se montaría tal cristo que a lo mejor ni lo contaba.
Saludo a mi tío, que me comenta que he engordado un poco, pero que ya soy todo un hombre, cosas a las que no hago mucho caso, excepto cuando me insta a sentarme al lado de mi abuelo. Le doy un beso y le pregunto que tal se encuentra. Él sólo responde “bueh”. Clásico entre varones de mi familia. Llega un momento en el que nos comunicamos con frases cortas. Pensaba que con mi hermano sería de otra manera, ya que se llevaban mejor, pero no. Mi hermano ha cruzado la franja de los quince, y a partir de ese momento sólo se intercambian saludos. La verdad, no necesito decirle mucho más, ni él a mí tampoco. Yo lo quiero, y él creo que a mí también, con eso sobra. Mientras tanto se discuten temas de presupuestos y obras en el edificio donde viven. Las humedades eran en alguna zona de la casa insoportables. Un Amazonas decorado con fotos pasadas. En esto llegan mis tíos. Mi tío viene en silla de ruedas, había tenido una rotura fibrilar en el trabajo, similar a la que tuve yo cuando me atropellaron. Menudo panorama.
En un momento me levanto y salgo al recibidor, mientras me pongo a ojear periódicos, otros pacientes, otros familiares. Siempre me ha fascinado el ambiente de los hospitales, de una manera extraña. Este tenía todo tipo de teletipos coloridos, alas diferenciadas por tonalidades, zonas de espera de blanco aséptico, todo un ballet para los sentidos para el primer hola o el último adiós. Mientras miro alguna noticia, me encuentro con mi padre. Siempre tuvimos la manía de apartarnos del grupo familiar y ponernos a deambular por ahí. Volvemos a la habitación y mi madre me dice de ir ver a mi prima segunda, que se encontraba ingresada en la misma planta. Asiento.
Mi prima llevaba más de seis meses ingresada por un caso fatal de esclerosis múltiple. De repente un día tenía pinchazos en la espalda. A las dos semanas no podía mover las piernas. Si no del país, era el caso más degenerativo de toda la comunidad autónoma. Hacía tiempo que no la veía, tanto tiempo como el que hacía que no pasaba asiduamente por el pueblo. Le quedaba un año para terminar la carrera. Ahora a ver si sigue entera para el año. Al entrar, está mirando la pantalla de un ordenador, integrado en todas las habitaciones por igual. El progreso. Está delgada, y la quimioterapia la ha dejado sin un pelo en la cabeza. Una lástima, siempre había sido muy coqueta. La acompaña una prima de mi padre. Por sacar un tema de conversación empezamos a comentar las cafradas que ocurrían en nuestro instituto, a lo que la prima de mi padre se une, ya que es profesora. Por lo menos el tema de conversación funciona, me comentaron que en ocasiones estaba más decaída, otras más irascible. Tras estar un rato más y para no entorpecer las labores de un enfermero, volvemos a la habitación de mi abuelo.
Mi abuela está hablando por teléfono con mi tío, que está en Mallorca afincado desde hace unos años. Me lo pasa, y casi olvido todo lo que ocurre alrededor. Era el menor de los tres hermanos varones de mi padre, y de joven tuvo problemas con la vida en general y con las drogas en particular, pero salió limpio. Limpio de todo. Tan limpio que a los cinco años de desintoxicarse se casó y huyó del agujero en el que crecimos. Comentamos cosas entre risas, ni me acordaba ya de lo bien que me caía. En esto le traen la cena a mi abuelo, que la come mientras le echa la bronca a mi abuela por rallante. Cuando la termina, le recojo la bandeja. Mi tío me dice que le apunte mi número de teléfono, por si algún día se acerca por la Ciudad del viento. Cojo un papel y apunto el número, con un par de cifras ilegibles. Ya es tarde. Nos despedimos y vamos hasta el coche, mientras comento que veía a mi abuelo de lo más normal. Enrarecido, volvemos al pueblo en el que crecí. A casa.
Tom Grass. Últimos paseos en la ciudad del viento -Visiones y recortes de delirio y carne-Ed. White Sparrow 2012
jueves, 5 de enero de 2012
Dicen que te puede llevar al sitio de donde vienes. Dicen.
"Tras dos intentos fallidos para abrir la puerta de la cafetería, una chica me la abre desde el interior, sonriente. Tengo suficiente dinero suelto para comprar tabaco, pero miro la hora y veo que el tren está en la vía correspondiente. 7:54 Dirección Ciudad del viento. Gracias por usar nuestros servicios. Cierro la puerta, y con el billete recién comprado en la mano salgo corriendo en dirección a las vías. La maleta, hecha apenas hace unos minutos, tropieza con todo bordillo posible. Hace escasa media hora me encontraba a un kilómetro inmerso en la ciudad, intentado que el cajero fuese tan rápido escupiendo dinero como yo reclamándolo. Tiempo, siempre faltas.
En la carrera compruebo el vagón y asientos correspondientes, entro en el tren y me acomodo. Al par de minutos el pavimento de la estación, hormigón grisaceo, va quedando atrás, y el tren se mete en la negrura. Aún es de noche, el sol está perezoso, y las luces del tren iluminan la estancia. Me coloco el gorro en el reflejo, odio las carreritas de última hora. La ropa se hace incómoda, se vuelve un trapo pegajoso, sin importar que te hayas quedado en mangas de camisa. Es pronto para algunos y tarde para mí, el ordenador me ha convertido en un sereno.
Algunas veces querría ver la estancia en tercera persona, verme desde fuera, rodeado de extraños. En ese momento, si pudiera, me volaría la tapa de los sesos, simplemente para ver la cara de sorpresa de la gente ¿Se impresionaría el viejecillo que mira el vagón tras sus gafas sin saber exactamente dónde está? ¿Se despertaría la mujer con el chal azul que viaja con los auriculares blancos puestos? ¿El joven que que trabaja en el ordenador levantaría la mirada, o simplemente limpiaría su gabardina de restos de cráneo? Supongo que su sorpresa sería mayor si un extraño justo enfrente le dijese sin venir a cuento que su portátil es de la misma marca que el suyo.
No dejaría de ser raro reventar tu cabeza de un balazo en un tren en medio de ninguna parte. En un vagón exactamente igual que cualquier vagón de morro perteneciente a la línea de trenes media distancia. Nadie desaparece en tierra de nadie. No lugar te da la bienvenida a no existencia, billete de ida, vuelta cerrada, sin devoluciones. El revisor no hace atisbos de aparecer. La empresa ferroviaría podría al menos avisar cuando el viaje es gratis, no tengo ganas de tirar 6 euros a la basura. El traqueteo al menos es reconfortante.
El traje que viaja en mi maleta tiene manchas de barro del último local que visitamos en fin de año. Estaba sentado entre un grupo de gente en una terraza exterior, cuando un perro embarrado, mojado por la lluvia, se pasea en el centro de nuestras sillas. Nos mira a todos y se sacude el barro, para luego irse sin siquiera mirar atrás. Jodido saco de pulgas.
En la misma terraza del local (una especie de casa rural rehabilitada a las afueras de la ciudad, un hervidero de zombis) me encuentro con un gato pequeño, asustado. Una chica lo sostiene en brazos, pero el gato quiere escapar. Me acerco a ella y cojo al animal, que se tranquiliza un poco. Es pequeño, tiene la mirada entre perdida y desafiante, y su color es algo así como un mar negro con grandes islas blancas. Mientras lo sujeto, ella me cuenta que la dueña lo quiere sacrificar. Hay demasiados gatos pululando por el local, y no puede atenderlos a todos. El gato mira a todos lados y lo dejo posado en el suelo.
El tren llega al fin a su destino, y tras media hora llego a la ciudad. Cojo un bus urbano y tras un par de calles llego a mi portal. Tras cuatro pisos de innumerables escaleras, la puerta de casa me da la bienvenida. Meto la llave en la cerradura, pero no funciona. No se abre. Son las putas 8:13 de la mañana, vamos, mundo, no me jodas. Timbro repetidas veces y al fin Matt me abre la puerta, no muy molesto para ser la hora que era. Me comenta que la cerradura falla y que la cambiarán esta misma mañana. Entro en mi habitación y dejo la maleta cerca de cama. Luego salgo al salón y compruebo que ha amanecido como debiera. El gato del piso está despierto. Lo acaricio y, sorprendentemente, se deja. Al menos ya no es tan hijo de puta."
Tom Grass. Últimos paseos en la ciudad del viento -Visiones y recortes de delirio y carne-Ed. White Sparrow 2012